¿Recuerdan cuando éramos pequeños y viajábamos en la parte de atrás del vehículo…? Nos inventábamos mil juegos, porque en ese proceso de descubrir, nuestra mente estaba abierta a todo. En mi caso, siempre imaginaba que mi mano derecha tenía vida propia y que podía volar. Como muchos saben, nací sordo del oído derecho, por lo que mi vida siempre gira en torno a lo que sucede a mi lado izquierdo… pero esa otra historia, de modo que volvamos a mi mano derecha.
Me encantaba sacar la mano por la ventana y colocarla en forma cóncava para crear resistencia contra el viento. Me di cuenta que con cada movimiento que hacía, mi mano reaccionaba de manera diferente. Si bajaba los dedos algunos grados, la fuerza del viento empujaba mi mano hacia abajo. Si, por el contrario, los subía nuevamente podía mantener mi mano flotando estable en una especie de reto y balance… claro, no separar los dedos era vital para mantener el vuelo.
Jamás pensé que, en aquel momento, estaba aprendiendo una de las lecciones más valiosas de mi vida. Aprendía a usar el viento a mi favor. Cuánto más tímidos los vientos, mayor curvatura en mi mano; mientras más fuerte la corriente, menor concavidad, pero siempre… SIEMPRE, los dedos unidos… y así aprendí a volar.
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Han pasado los años y aquella analogía sigue presente en cada reto y cada decreto que hago. El viento, es LA VIDA… los dedos, MIS CONVICCIONES… la mano, SOY YO. Jamás le huyo a la tormenta… la uso a mi favor. Mientras más fuertes los vientos, menos rígido soy. El bambú no se mantiene en pie por su fortaleza, sino por su flexibilidad. Cada quien decide si baja su mano y termina aplastado por la corriente… o si, por el contrario, la levanta firme y usando el viento a su favor… se eleva poderoso aún dentro de la tormenta.
Mientras más recia la tempestad, más apretados llevo mis dedos … y más alto puedo volar.
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